El hombre que sabía morir / Fragmento
Capítulo I
El nido de víboras
Cancún, abril de 1989
Recostada en la reposera, frente al turquesa del
Caribe mexicano malversado por un inusitado templete con cinco columnas
jónicas, estaba lejos de imaginar la angustia que le reservaban las
próximas horas.
Había llegado esa misma mañana, muy temprano, a Cancún, procedente
de un Buenos Aires lluvioso, que se internaba en el otoño. A poco de
andar arrastrando la maleta en el aeropuerto, se le apareció la loca de
su prima Soledad, que vivía y estudiaba economía en Nueva York. Sole
batía palmas entusiasmada provocando las miradas de los turistas
adormilados: niña rica acostumbrada a imponer su voluntad, había logrado
fácilmente que su prima Guadalupe, su mejor amiga, se le uniera en unas
vacaciones caribeñas, fuera de programa.
No se habían visto en dos años y cada una registró rápidamente los
cambios que se habían producido en la otra. Guadalupe, una pelirroja
alta y elegante, se había estilizado al máximo, cumpliendo rigurosamente
las reglas anoréxicas de las damas porteñas. Sole, por el contrario,
había madurado y embarnecido, convirtiéndose en una opulenta morena. Se
contemplaron, se rieron y empezaron a bromear sobre sus respectivas
caderas.
Soledad, como buena anfitriona, se hizo cargo de la valija que
traía Guadalupe, mientras le explicaba el significado de “Cancún” en
maya:
—Bienvenida al “nido de víboras”.
Las dos se consideraban una sola persona dividida, como las caras
opuestas de la dama en la baraja francesa. Las dos tenían veintitrés
años y eran una cruza de judía y goye, sólo que al revés: el padre de
Soledad provenía de una familia hebrea ortodoxa, en tanto la madre
descendía de italianos y españoles convenientemente católicos.
Guadalupe, en cambio, solía bromear con una paradoja: era la más judía
de las dos, lo heredaba de su madre, como lo manda la ley mosaica,
mientras que su padre recibió el desprecio de la familia materna, porque
era hijo de un almacenero asturiano.
En el estacionamiento del aeropuerto, Sole la sorprendió con un Jeep Wrangler.
—Lo alquilé para que recorramos la ribera maya. Tenés que conocer Tulum. Es obligatorio.
Guadalupe se encogió de hombros, con alegre aquiescencia.
—Vos mandás, estoy dispuesta a dejarme llevar.
Mientras manejaba a toda velocidad, Soledad oficiaba de guía
turística e ilustraba a su prima sobre esa franja de tierra en forma de
siete que era la zona hotelera de Cancún, flanqueada a un lado por la
laguna Nichupté (“donde hay lindos cocodrilos”) y al otro por el Caribe.
El hotel Krystal, donde se alojaba, estaba casi en la punta del
bulevar Kukulcán en cuyo recorrido de 25 kilómetros se alineaban los
hoteles más lujosos y las mejores playas.
El Krystal era un enorme cajón acristalado, que se destacaba de
otros paraísos de plástico por sus dos gigantescas piscinas, paralelas a
la orilla del mar, unidas por una triple escalinata y el famoso
templete de columnas jónicas, destinado previsiblemente a las bodas de
esos horteras de la nueva burguesía mexicana que según Soledad habían
pasado sin transición del pedernal al Ford LTD.
Tras una somera inspección de la suite que había alquilado Sole,
las primas decidieron tomar un desayuno ligero y lanzarse cuanto antes a
la playa. Allí estaba lo mejor del lugar: la arena como talco y el agua
del mar más transparente aún que el de la piscina. Como si fuera poco,
una mantarraya enorme les regaló sus polvorientos aterrizajes sobre el
fondo marino, a pocos metros de sus pies.
Cuando regresaron a la sombra propicia de la palapa techada con
hojas de palma y a sus confortables tumbonas, Guadalupe se hizo una
almohada con el toallón y se preparó para reponerse de las fatigas del
viaje. Al borde del sueño, alcanzó a preguntarle a su prima con una
sonrisa pícara:
—¿Y vos nada por acá?
La muchacha, que exaltaba su silueta con una bikini mínima, dejó
de rociarse con el protector solar, la miró con fingido reproche y le
soltó el calificativo en yiddish que se destina a los chismosos:
—¡Mirá que habías sido yajne como tu vieja!
—Sin novedad —agregó con una sonrisa que desmentía la afirmación.
Guadalupe, arrullada por la polifonía playera donde se
entremezclaba el vaivén de las olas con cientos de conversaciones, el
mantra de los vendedores ambulantes, el chillido de las gaviotas, los
gritos de las madres llamando a sus hijos y el rebote de una pelota
peligrosamente cercana, se fue ovillando en el sueño.
Apenas entreabrió los ojos y asintió, sin despertarse realmente, cuando su prima le anunció:
—Guada, perdoname pero tengo que irme un ratito. No te preocupes.
Si me llegara a demorar, que no creo, nos encontramos acá o en la
habitación. Aquí te dejo las llaves.
Guadalupe estaba tan aplanada por el jet lag que no alcanzó a ver hacia dónde iba Soledad, ni con quién se encontraba.
La polifonía playera había disminuido sensiblemente su volumen
cuando despertó inquieta. Los sonidos se espaciaban, las sombras se
habían alargado, el sol se zambullía blandamente en las aguas renegridas
de la laguna africana.
“¿Dónde se habrá metido esa loca de mierda?”, se preguntó sin
verdadero enojo, mientras recorría panorámicamente la playa y la entrada
al hotel.
Indagó en la recepción y en la cafetería si la habían visto o le
había dejado algún mensaje, pero no había rastros. Subió a la suite con
la esperanza de topársela o al menos encontrar algún mensaje de ella.
Nada. Llamó a la telefonista y preguntó si había llamado. Igual
resultado.
Sin saber qué hacer se dio una ducha, se vistió con un solero
escotado para la cena y se pintó lentamente. El teléfono no sonó. Se
sentó en el borde de la cama a limarse las uñas y la visión del ventanal
que daba al mar la sobresaltó: ya era noche cerrada. Habían pasado
demasiadas horas desde que le dijera: “Guada, me voy un ratito…”.
Oscilaba entre la indignación y el temor. “Si esta es su
bienvenida se puede ir bien al carajo”, se decía sin creerlo realmente.
Asomaba el oscuro “algo le tiene que haber pasado”, aunque hacía enormes
esfuerzos para descartarlo.
Bajó al sótano del estacionamiento y la recorrió un escalofrío:
allí estaba el jeep, en el mismo sitio donde lo habían dejado por la
mañana. “Y qué —se contradijo— pudo haberse ido en el auto de él”. “Él,
¿por qué decía él? ¿Quién mierda era él?”. Y sin embargo, estaba segura
de que había un “él” de por medio.
Regresó a la suite y escribió nerviosamente un mensaje por si se
cruzaban. Luego bajó a la recepción más inquieta que nunca y pidió
hablar con el encargado. Se presentó un untuoso gerente de turno, que la
exasperó tratando de calmarla. Le explicó que la zona hotelera era muy
segura, que había magníficos restaurantes, que debía estar cenando o
tomando una copa con una amiga o un amigo.
—¿En bikini? —le espetó Guadalupe y se marchó sin saludarlo.
Dejó un nuevo mensaje en la suite y bajó a cenar. No probó bocado.
Eran las diez y media de la noche, tenía que hacer algo. Volvió a la
recepción y le pidió al gerente llamar a la policía local. El gerente se
atajó con una propuesta intermedia para evitar escándalos: la pondría
en contacto con el jefe de seguridad del hotel.
Tuvo que esperarlo un largo rato. Era un hombrecillo pequeño y
calvo, con un tic nervioso en el ojo izquierdo, tan necio como el
gerente, aunque introdujo una novedad que aumentó sus temores:
—¿A su prima de usted le gusta nadar mar adentro? —negó, pero se instaló la duda.
Por lo demás, el minidetective estaba en sintonía con las
sospechas del tipo: seguro que estaba de juerga con alguien que se había
encontrado. No lo dijo de modo grosero, pero era evidente que lo estaba
pensando. Guadalupe misma compartía por momentos la sospecha, pero
rápidamente la descartaba indignada: el deber de esos tipos era
buscarla, no ironizar sobre su vida privada.
Tras una larga charla que no condujo a nada, el hombrecillo se
despidió asegurándole que transmitiría la información a la policía local
y la tendría al tanto de las novedades —buenas o malas— que pudieran
producirse. Le pidió, innecesariamente, paciencia.
Guadalupe, que había dejado el cigarrillo un año antes, compró una
cajetilla en el piano-bar y se instaló en el balcón de la suite a fumar
y esperar. Era una noche oscura, sin luna, pero el templete de las
columnas y las grandes albercas estaban iluminadas a giorno. Dadas las
circunstancias era un espectáculo surrealista. No podía creer lo que
estaba sucediendo; aun tratándose de Soledad y de su estirpe temeraria,
esto era demasiado. Si estaba bien, ¿por qué no la llamaba? Nada podía
justificar ese silencio.
Se quedó dormida en el balcón y despertó con la brisa de la
aurora. A gatas se arrastró hasta la gigantesca cama que la desaparecida
había pedido para las dos y regresó al sueño tiritando de miedo.
Unas horas más tarde, bañada, aterrada y lúcida, descartó al
imbécil del Sherlock Holmes hotelero y se presentó en el despacho del
mismísimo jefe de Policía de Quintana Roo.
El desagradable personaje, un gordo picado de viruela, al que la
pistola 11,25 le flotaba sobre las llantas del flanco derecho, la hizo
esperar una hora y media, por puro gusto de joder a la güera.
—No se apure, mi estimada, no es el primer caso de rapto amoroso
que se da en las noches de Cancún: mis conciudadanos son románticos,
impetuosos… —hizo una pausa procaz y agregó—: Y de largo aliento.
Roja de furia, impotente, Guadalupe alcanzó a evaluar que no le convenía escupirlo y era preferible la amenaza burocrática.
—Le ruego que descarte esas hipótesis patéticas y actúe de
inmediato, yo ya me puse en contacto con mi embajada y el cónsul
argentino está por tomarse el avión para venir a Cancún. No creo que a
su gobierno le agrade un conflicto diplomático con mi país.
Tal como esperaba, el cara de piña cambió el tono y con una
sonrisa siniestra que pretendía ser amable, empezó a considerar que le
estaban exigiendo investigar un posible secuestro.
Las horas que siguieron se le hicieron interminables a Guadalupe:
mientras se desplegaban las diligencias policiales, al comienzo con
discreción y después con un cinematográfico coro de helicópteros,
reflectores, buzos y perros que barrieron todas las playas de la zona
hotelera hasta bien entrada la madrugada, la muchacha se preguntó cómo
haría para anunciárselo a la madre de Soledad.
A las ocho de la mañana cobró fuerzas y marcó el número de su tía
Laura Pandolfi en Buenos Aires. No sabía bien cómo empezar, los Goldberg
estaban signados por la tragedia y México volvía a resultar fatal para
ellos: trece años antes, el 7 de agosto de 1976, el banquero Aarón “Ary”
Goldberg, padre de Sole, se había estrellado con un avión alquilado
cerca de Acapulco.
Capítulo II
Un torso descabezado
Buenos Aires-Cancún, abril de 1989
“Esta sí que es una señora”, se dijo la jefa de
cabina cuando la vio entrar en el avión con su cartera y maleta de mano
Louis Vuitton, el traje sastre Chanel y el pelo castaño recogido con
mucha gracia, para lucir su cuello de Modigliani.
La “señora”, habitué de la primera clase, le devolvió la sonrisa
profesional. A sus cincuenta años era una mujer realmente hermosa: alta,
delgada pero sinuosa, con unos ojos grises muy decorativos que en
ciertos momentos lanzaban a sus subordinados inquietantes destellos de
felino.
Esos ojos estaban en ese mismo instante conteniendo el llanto, así
como su sonrisa convencional amarraba una congoja que amenazaba con
explotar en francos sollozos.
Cuando la azafata, exageradamente atenta, le otorgó graciosamente
el primer asiento de la primera clase, le regaló, sin saberlo, un favor
adicional: el poder voltear el rostro tenso y demacrado hacia la
ventanilla para mejor ocultar sus emociones a los pasajeros que iban
entrando. Era psicóloga profesional y se jactaba de ser una eximia
domadora de sus emociones, pero estaba a punto de quebrarse.
“¡Hijos de puta!”, mordió para sus adentros. “¡Qué están haciendo con mi hija!”.
Ignoraba quiénes eran esos “hijos de puta”, porque no se habían
conectado para pedir un rescate. Un espeso silencio, un vacío absoluto
se interponía entre ese momento augural de la investigación que estaba
iniciando con el viaje aéreo a Cancún y la voz cantarina de Soledad,
diciéndole por teléfono cuatro días antes:
—Tendrías que venir, vieja, largá la nigosio por un rato y vení a remojarte en el Caribe.
La broma de la hija aludía a su papel como presidente del Grupo
Goldberg, un holding de bancos y empresas comerciales, industriales y
financieras, que había forjado su marido Ary y habían intervenido y
saqueado a gusto los militares, en represalia por los 17 millones de
dólares que los Montoneros habían confiado a su esposo para ciertas
inversiones que dejaban muy buenos intereses.
La recobrada democracia, por suerte, les había restituido parte del dinero robado por la dictadura militar.
Le trajeron champagne Pommery y caramelos suizos mientras el avión
alcanzaba la altura de crucero. Pero la dulzura de las atenciones no
bastó para calmar una náusea creciente: el sonido recurrente de los
jadeos del inmundo Miguel Osvaldo Etchecolatz, el jefe de la Policía
bonaerense, mientras la violaba.
En ese momento atroz estaba desaparecida, como ahora su hija
Soledad. Laura había presentido ese destino y tratado de evitarlo,
quedándose en México, en la mansión de Las Palmas que le había comprado
Ary, pero su cuñado Isay la hizo cambiar de opinión por “el bien de la
familia, por la indispensable unidad del Grupo”. Tenían que regresar a
Buenos Aires cuanto antes, para hacerse cargo del holding. Los
militares, le dijo en aquel momento, no se atreverían a tocar a los
Goldberg.
—No son tan boludos —le dijo—. No se van a tirar a toda la
colectividad encima. Y menos al Mossad. Además Ary les hizo ganar mucha
guita a varios de ellos, como sabés bien.
Qué estúpidas le resultarían poco después esas reflexiones de su
cuñado cuando le pasaron la picana por la vagina, en un sórdido cuarto
de la jefatura policial bonaerense, en una de cuyas paredes descubrió el
retrato de Adolfo Hitler.
Isay y mis suegros tuvieron suerte, en medio de todo: no los
arrojaron desde un avión al Atlántico. Salvaron la vida, recuperaron la
libertad y finalmente parte de su fortuna. A mí me robaron seis años de
mi vida. Y a Sole. Sole, hija mía. El olor a bebé. Sus bracitos
estirados cuando quería que la alzaran. El terror por sus fiebres. Por
las caídas cuando aprendió a caminar. Después la disciplina del baño y
la tarea. Cuando perdió a su padre en el accidente, cuando no me tuvo a
mí durante aquellos años de terror. Luego, al salir de la cárcel, el
trabajo insalubre de educar a una adolescente. Y, por fin, encontrarte
con la mujer hecha y derecha. La forja de un hijo. ¡Qué mierda
importaban todas las ciencias y las artes en comparación con la creación
y el desarrollo de un ser humano! Contra viento y marea, a pesar del
accidente que la dejó sin padre, del secuestro, la cárcel y la tortura.
Después de la cena bajaron las luces internas del avión y se
permitió llorar por la serie de tragedias que ocultaba el Chanel, la
Louis Vuitton y la pose de ejecutiva implacable. Se le anegó la garganta
de compasión: “Pobre hija mía, cuando perdió a su papá”.
Tuvo que recurrir al Lexotanil para clausurar durante un rato la
ráfaga de recuerdos amargos que la desaparición de Soledad había
convocado.
Durmió un sueño frágil, agitado, y la despertaron los sacudones y
las bajadas bruscas del avión que había entrado en una zona de severa
turbulencia.
Levantó la cortina de la ventanilla y se asomó a una escena de
aterradora belleza, que evocaba el Infierno del Bosco: las negras nubes
de la noche y el temporal se iluminaban desde abajo y desde adentro con
relámpagos mucho más claros que la luz del día. Recordó lo que le había
contado un amigo piloto: “Dentro de los cúmulus nimbus de un frente de
tormenta vuelan pedazos de hielo del tamaño de una heladera”.
Las alas retemblaban amenazando partirse, en los compartimentos
los objetos chocaban entre sí y contra paredes y puertas. La jefa de las
azafatas permanecía sentada y amarrada y ya no sonreía.
No tuvo miedo: mejor si se acababa esta llaga de una buena vez.
Pero Soledad… Debía vivir para rescatarla. Se preguntó si la madrugada
final de Ary había tenido este aspecto aterrador o el choque contra el
Cerro del Burro había sido sorpresivo. Como si lo hubieran topado de
golpe, sin poder preverlo. Periodistas, expertos y otros importunos
decían que la torre de control del aeropuerto de Acapulco le había
ordenado a los pilotos gringos mantenerse a 14 mil pies de altura cuando
el jet Falcon birreactor ya habría descendido a 9 mil, altura fatal
para navegar entre las montañas de la Sierra Madre.
El avión se estrelló contra el monte a 900 kilómetros por hora.
Eran las tres y cincuenta y cinco de la madrugada del 7 de agosto de
1976. La campesina Ricarda González, que estaba en las inmediaciones del
accidente, fue expulsada por la onda de choque contra unas matas y vio
aterrada cómo se levantaba un hongo de fuego de veinte metros de altura,
allí, a doscientos metros de la cima del cerro, entre las poblaciones
de Amojileca y Xocomanatlán, a 15 kilómetros de Chilpancingo, la capital
del estado de Guerrero.
Durante la noche y la madrugada, extrañada de que Ary no la
hubiera llamado como había prometido en la escala de Memphis, Laura se
comunicó varias veces con el aeropuerto Los Amates de Acapulco, sin
conseguir que le dieran información. Las autoridades mexicanas los
llamaron a la mañana. Estaba Isay con ella y con Sole en la casa de
Acapulco, una bella construcción con vista a la bahía que había
pertenecido a un famoso actor de cine norteamericano. Entendieron que
había ocurrido lo peor cuando les indicaron que debían viajar a un lugar
totalmente desconocido, en las cercanías de Chilpancingo.
Llovió en todo ese viaje terrible por las montañas que habían
asesinado a tu marido. Aunque Isay quiso protegerte, era mayor tu
ansiedad por zambullirte en el horror hasta apurar la última gota. Te
enteraste de que el turbo jet alquilado que manejaban dos
norteamericanos veteranos de Vietnam, con quienes tú misma habías
volado, “había chocado con un árbol y luego contra una enorme roca,
donde explotó”, esparciéndose pedazos del aparato y sus tripulantes en
varios centenares de metros a la redonda.
En el cerro del Burro, que agrisaba una lluvia perversa, viste
enseguida lo único que restaba intacto del jet Falcon: la cola con la
matrícula N777AR pintada sobre un azul profundo con una guarda dorada.
Luego bajaron y fue peor.
Los rescatistas de la Cruz Roja y algunos humildes pobladores de
la zona buscaron sin éxito restos de tres personas y algunos adminículos
que permitieran identificarlos.
Los viste esperándolos a vos y a Isay, con sus sombreros mojados y
sus machetes. Habían llegado ya funcionarios de aviación civil y del
Ministerio Público Federal. Al frente de todos, tendiéndote una mano
inútil estaba el señor Ramiro Fernández, dueño de la funeraria
Fernández, que te invitó a pasar a su oficina.
Pero fue a Isay y no a vos, a quien le exhibieron en una mesada de
mármol lo que habían recolectado y distribuido equitativamente en tres
bolsas negras de polietileno: un cuero cabelludo de mechas largas y
rubias, tres manos aplastadas y semicalcinadas, un pedazo de torso
velludo con un jirón de camisa celeste y una bolsa de intestinos. Nada
más, ni un reloj, ni una pulsera, ni un documento, ni una billetera, ni
una medallita identificatoria.
Isay te dijo llorando que el torso velludo y el pedazo de camisa
eran, “sin ninguna duda”, de Ary. Así que el señor Fernández introdujo
los restos de esa bolsa en un ataúd metálico y dispuso todo para
enviarlo a México, a la funeraria que le indicó Isay. Después, tu
cuñado, ya sin lágrimas, te mostró el imprescindible certificado de
defunción firmado por el médico local, en presencia del general que
comandaba la zona militar, y te dijo a vos, que no entendías nada de
nada, que debían viajar urgente a México y cremar cuanto antes ese
pedazo de carne peluda y chamuscada, que llamaba con irritante
solemnidad “los restos de mi hermano”. “Hay que evitar maniobras y
especulaciones contra el Grupo”, dijo y no entendiste nada, porque según
te había dicho una vez el propio Ary, la cremación estaba prohibida por
la ley judía.
Tardaste bastante en saber que cuando ustedes se fueron a buscar a
Soledad, para partir urgente hacia México, llegaron los ejecutivos de
Monroy Aviation, la empresa propietaria del jet siniestrado, acompañados
por personal civil y militar de la embajada norteamericana. Venían a
buscar los restos del avión y los del piloto Michael Rawlings y el
copiloto Bill McCoy. Pero tal vez (lo pensaste mucho después) buscaban
algo más. Algo que había desaparecido para siempre como la famosa caja
negra.
En el aeropuerto de Cancún, Laura se abrazó estrechamente con su sobrina Guadalupe y...
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